miércoles, 26 de abril de 2017

La verdad del juez Calatayud


Tener el micro te da la voz, pero no te arroga de verdad. Los monólogos persuasivos tienen esa restricción: la imposibilidad de la interacción, de la réplica a tiempo. Así, el político, el conferenciante, el profesor, va hilando supuestos y encadenando argumentos hasta llegar a la conclusión que quería llegar desde el principio. La secuencia de acontecimientos, sustentada en su asertividad la convierte en una razón irrefutable.

Estuve hace unos días en una conferencia de Emilio Calatayud, juez decano de menores en Granada y muy conocido por sus libros y conferencias. Pocas cosas nuevas bajo el sol después de haber visto sus videos en youtube salvo alguna experiencia, algún caso nuevo. Eso sí, el directo siempre merece la pena por la riqueza de percepciones que ello trae.

El juez, con toda una vida dedicada a mejorar la sociedad, después de casi cuarenta años en los que, como él mismo reconoce, ha perdido la cuenta de casos que ha seguido, cualquier cosa que diga en este campo es necesario ser escuchada con atención. Los pilares de su mensaje, absolutamente imprescindibles para aquilatar la sociedad y la convivencia.
Desde luego, la defensa del principio de autoridad, recordar lo imprescindible de unos principios y valores de respeto y convivencia, salvaguardar el estado de derecho hacia el tercero indefenso, el papel de los tutores, los maestros, el cuerpo sanitario y de seguridad es indiscutible. Sin descender en el nivel de análisis, a grosso modo es ese su discurso.

El juez desgrana casos y situaciones en los que la conducta, los delitos de los jóvenes requiere medidas contundentes y ejemplares, no necesariamente agresivas para el desarrollo de su vida, que pueden reconducir la vida de un buen puñado. Su sentencia más repetida, dice mucho, es condenar a los chicos/chicas a acabar sus estudios. Toma ya!

La posición del juez tiene sin embargo, en mi opinión, debilidades cuando olvida que el sistema no cuenta con recursos suficientes para atender adecuadamente la especiales necesidades de chavales en riesgo de exclusión social, en situación de pobreza económica, con familias quebradas. Una sociedad que se apelotona en barrios marginales de ciudades, en la que la desigualdad está generando una fractura social brutal, en la que los modelos y referentes se están diluyendo. En estas condiciones, no son válidos para el juez en la segunda década del siglo XXI las herramientas de negociación, de diálogo.

Cae en la torpeza de poner en un altar la potestas y meter en un cajón la auctoritas. Dicho de otro modo, se agarra, en uno de sus característicos chascarrillos, a lo de “aquí el juez soy yo, y punto”. Ha perdido Calatayud la confianza en las personas cuando no cree que una gran medicina es que los padres, profesores, tutores, médicos, policías, jueces, políticos, etc tienen una responsabilidad social importantísima, la de ser referentes cada día, en cada momento con su conducta y ganarse la autoridad moral y no mandar exclusivamente por el poder que te otorga una autoridad legal.

Pierde credibilidad Calatayud también cuando presume de independencia y apoliticismo y sin embargo su discurso está cargado de un rancio nacionalcatolicismo propio de hace casi un siglo, cuando sus chascarrillos se mofan de opciones políticas y hace chistes de ciertos personajes públicos y situaciones cotidianas.

Su posición profesional es cierto que lo sitúa en el último eslabón. A su puerta llegan chicos que con, apenas 13-14 años están haciendo barbaridades y eso debe de calar en el espíritu, pero no por ello debemos criminalizar a toda una sociedad donde el 80% de los jóvenes, como él mismo decía nunca tendrán que pasar por los juzgados.

En el otro extremo, un 20% si pasan por las manos de la justicia, de ellos 10% los considera perdidos y con los que se puede trabajar (reconducir) son los que están en la franja 80-90%. Pues hasta eso creo que puede ser rebatible, porque considerar que un 10% de nuestros jóvenes son casos perdidos en los que no merece la pena invertir esfuerzo y compromiso para que se desarrollen y aporten a la sociedad me parece un precio demasiado alto.
Cuando algún maestro, algún padre consulta al juez sobre una posición de conflicto, por insubordinación del menor, por exigencias, el consejo del juez es "Aguanta". Pobre salida me parece la de echar continuamente pulsos en los que siempre, por definición hay un ganador y un perdedor. Y si la situación se hace insostenible, insiste el maestro o padre. Entonces, dice el juez: expúlsalo de clase, échalo de casa, deshereda, denuncia, reniega de él. Vaya solución para unos profesionales con vocación educativa, para unos padres que sus hijos es su gran proyecto de vida. Yo pensaba que la historia nos había enseñado que la mano dura y las medidas represivas son la gasolina del odio y el conflicto social a gran escala.

La justicia es el último recurso. Antes están los sistemas familiares, los sistemas educativos reglados y especiales. Disponemos, por suerte, (se han invertido años y miles de millones de euros en ello) de toda una serie de servicios públicos de asistencia educativa, social, sanitaria, de seguridad, que tienen la obligación de trabajar por TODOS por IGUAL. Todos somos igual de válidos, de necesarios. Y el juez, como profesional público, sujeto a un riguroso código deontológico debería (tiene la obligación de) recordar esto en cada intervención.

Puede defenderse enérgicamente y con contundencia los principios de respeto al prójimo y a la ley, convivencia, integración, principios de fraternidad; sin menospreciar a parte de la sociedad, sin insultar a opciones políticas y religiosas y sin subestimar el trabajo de otros muchos profesionales que cada día consiguen que muchos jóvenes no necesiten ir a los juzgados. Un micro da el altavoz, pero no la verdad.

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